Postby elmasmalo » Wed Feb 23, 2011 10:59 am
Sus pasos en la magia siempre habían sido dubitativos… hasta ahora.
Hálterus aprendió de los mejores en Altdorf, pero rápidamente se inclinó por las artes oscuras, los saberes de la Muerte y las Sombras, especializándose en ellos, tanto que acabo siendo expulsado de la escuela de magia por sus prácticas con muertos…
El siguiente paso era evidente. Un gran Señor Vampiro, Malus Darkblade le atrajo hacia su castillo y lo introdujo en los tenebrosos mundos de la Nigromancia. Fue una época feliz, llegando a levantar hordas y hordas de zombis y esqueletos para delicia de su señor. Pero la nigromancia resulta aburrida, al final, después de levantar miles de muertos termina siendo repetitivo…
Un día huyo y se adentró en los desiertos del Caos, en busca de la legendaria fortaleza de Kazak-Düm, buscando un alma demoníaca que le diera sabiduría. Cuanto más y más se internaba de las tierras baldías, más y más se sentía poseído por su propia magia, más y más poderoso se hacía… Notaba como sus manos refulgían en diferentes colores, como obraba maravillas con animales con los que se cruzaba, convirtiéndolos en caóticos engendros llenos de ojos, plumas y brazos… Sabía que algo se acercaba. Una noche, una enorme luz iridiscente le despertó… Era su verdadero dios, el Señor de la Magia, del Cambio, Tzeentch. Y entonces le habló:
- “Tus tiempos de dudas han terminado. Póstrate ante mí y te enseñaré la senda hacia la verdadera magia”.
Sin dudarlo ni un momento, Hálterus cayó de rodillas, abriendo los brazos para recibir a su nuevo dios, el único que realmente anidaba siempre en su alma.
En respuesta, un extraño artefacto se materializó ante él. De formas redondeadas, aquel extraño disco parecía estar vivo. En su cabeza resonó de nuevo la voz que lo llenaba de magia y vida:
- “Tómalo y reúnete con mis huestes. Sé digno de tu dios o perece en el intento”.
Hoy todo aquello parecía un sueño, pero sabía que era real. Ante sí tenía un vasto ejército de guerreros comandado por dos Paladines consagrados a su mismo dios.
Los conocía bien. De Arthroll sabía que nada debía de temer. Era un siervo fiel y devoto de Tzeentch, descendiente directo, o al menos eso decía él, de la sangre Hellbrass. Sabía que podría contar con él hasta el final, le seguiría sin rechistar, como buen portaestandarte que era. Los colores de Tzeentch ondeaban en su bandera y su alma.
De Lognirus tenía más dudas. Era un poderoso paladín, muy ducho en las artes de guerra. Pero ansiaba poder mágico, adorar a su dios más allá de las batallas. Carente de magia, envidiaba a Hálterus por lo que él no tenía. Tendría que vigilarlo con cuidado.
Una vez más miro a su espalda, orgulloso de sus guerreros, y con una orden mental que llegó a los cerebros de todos sus soldados, comenzó la marcha.
Sus pasos ya no eran dubitativos. Nunca más.
El miedo es el camino hacia el lado oscuro, el miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento, el sufrimiento al lado oscuro.