Postby Arendal » Thu May 05, 2011 4:09 pm
Andrade sostiene el arcabuz con fuerza, aferrándose a él como si fuera una amante complaciente. Resbala la lluvia por el ala metálica de su morrión, dificultando la visibilidad de un campo de batalla sumido en tinieblas, como suele ser habitual en esta tierra maldita y ajena a la que él y todo estaliano, han empezado a odiar como sólo un estaliano sabe hacerlo; con rabia y sin motivo. Escupe sobre la hierba y pasa su mano enguantada por la frente, tratando inútilmente de secarse las gotas de lluvia que empañan sus ojos.
Los rastreadores halflings de Martín Buñuelos regresaron hace unas horas con noticias del interior de la isla. Habían avistado una partida de orejas picudas que se desplazaban hacia el norte. Un número insignificante de ellos que se movían entre los primigenios bosques de la isla como si no fueran mas que una suave brisa de otoño.
Para sorpresa de Ruggero, Vasco de León había sonreído al oir los informes de sus exploradores y había ordenado plantar batalla. Y no es que el capitán tileano, ansioso de sangre y gloria, no recibiera las órdenes con cierta satisfacción… pero el rostro grave del sacerdote Thaeros Saavedra y el gesto preocupado de Álvaro de Haro inquietan al tileano. Y no lo hace menos el nuevo e inseparable compañero de Vasco de León, un siniestro personaje que vino a ellos hace dos noches, proclamándose emisario de la misma Albión, y que parece haberse ganado la atención del noble aventurero… a pesar de que el misterioso personaje, parece estar mucho más interesado en la brújula de Vasco.
Un trueno rasga el cielo plomizo, iluminando durante un breve instante el campo de batalla, y sacando a Ruggero da Fiore de sus pensamientos. La planicie es perfecta para presentar batalla frente a la partida de guerra élfica, a pesar de que el terreno es traicionero y está lleno de pantanos y rápidos riachuelos que bajan ahora crecidos por la lluvia. Cientos de tercios estalianos, formando en apretadas filas, arcabuz, pica y arrojo estaliano por armas, contemplan cómo los elfos abandonan los bosques al otro lado del campo de batalla. Al principio parece que son los mismos árboles los que se desplazan, luego parecen distinguirse a su alrdedor un par de compañías de arqueros silvanos y una troupé de bailarines que se mueve como un torbellino bajo la lluvia.
Rugen los primeros disparos. Cientos de arcabuces disparan al unísono, pero la climatología y la distancia anulan su abrumadora ventaja. La lluvia apaga las mechas y los cañones de Bilbali parecen tener dificultades para abrir fuego. El flanco derecho, con los arcabuceros de Muros y los ballesteros tileanos de Catanzaro están fuera del alcance y corrigen rápidamente sus posiciones tratando de cortar el paso, mientras el intrépido Ruggero da Fiore, al mando de la caballería myrmidiana, se lanza al galope hacia el corazón de la batalla.
Los silvanos se defienden con tenacidad, disparando andanada tras andanada de de sus certeras flechas, ignorando la lluvia y el viento. Caen los estalianos. Mueren mezclando su sangre con el barro bajo sus pies, con silencioso estoicismo. Pero su número acaba por imponerse sobre el desesperado valor de los elfos, que caen masacrados bajo el muro de picas y pólvora.
Thaeros Saavedra siente en su pecho un extraño pálpito cuando ve caer a Ruggero frente a un enorme hombre-árbol. El capitán ha perdido su lanza, clavada en el poderoso tronco de la sobrenatural criatura. Con la pistola en su mano, realiza la señal de Myrmidia, llevándose el cañón del arma a la frente, los hombros y el pecho. No hay grito de guerra, ni órdenes que se escuchen por encima de la tormenta, los hombres del tercio viejo de San Luis que le acompañan conocen bien al sacerdote de Myrmidia, aprietan con fuerza las picas y avanzan con paso decidido hacia el hombre árbol. Sienten como sus pechos se inflaman de orgullo y por un instante les parece que sea la diosa quien guia sus manos. La criatura del bosque responde al desafío y conun rugido similar al crujido de de las ramas, se abalanza contra la valiente unidad, que aguanta estoicamente.
Se clavan las picas, crujen las largas astas doblándose en ángulos imposibles al chocar contra la corteza de la ancestral criatura, que se sacude con violencia arrancando las afiladas lanzas en una nube de astillas. Negra resina fluye por su piel, como sangre. Pero el empuje de la criatura no cesa, y los ánimos flaquean. Ruge Thaeros una antigua plegaria, tan antigua como el viento y el mar, inflama los corazones de unos hombres que luchan contra sus propios miedos, arrojándose en el vacío de los ojos del hombre árbol. Golpean sus raíces, can los estalianos, sus huesos partidos con brutalidad, sus cuerpos atravesados por ramas afiladas como espadas. Flaquean los ánimos, y los hombres corren por sus vidas, dejando tan sólo a Saavedra, su cuerpo abatido a los pies del hombre árbol…
En el flanco izquierdo, los últimos supervivientes de la troupé de bailarines abandonan el campo de batalla llevándo sonsigo los cuerpos maltrechos de sus señores.
Sonríe el emisario. Ya toda resistencia es inútil. El precio es demasiado pequeño… y Vasco es ahora suyo. Sólo suyo…