Listado del trasfondo envíado de las bandas que participan en la campaña:
Banda de Cazadores de Brujas de Gonart.
El Santo Oficio.
Una fuerte tormenta descargaba su furia sobre el destartalado establo de una de las tabernas de las afueras de Zavstra. El estallido cercano de un trueno despertó asustados a los enormes mastines de guerra, que comenzaron a ladrar ferozmente a la oscuridad de la noche. Zach acarició y tranquilizó a Claudio, un enorme pitbull que dirigía la manada.
Zach era un veterano soldado de la ciudad de Wolfenburgo. Tras retirarse del servicio en las tropas estatales, nunca pudo retomar una vida “normal”. Estaba acostumbrado a la violencia, y era la único que entendía. Se empleó como mercenario y entrenador de mastines de guerra, su gran pasión. Claudio, Augusto y Trajano eran sus actuales animales, y los había adiestrado desde cachorros. Se sentía mas a gusto en su compañía, por lo que normalmente dormía con ellos en los establos de las posadas. Su gran afinidad y maestría para entrenarlos fue lo que le había dado un puesto en su actual trabajo. Cazador de Brujas al servicio del Templo de Sigmar nada menos. Nunca había sido un hombre especialmente religioso, pero pagaban bien y sus perros habían demostrado ser unos cazadores de mutantes extraordinarios. Junto a él había sido reclutado Heimlich, otro mercenario, un hombre callado y taciturno, pero en el que se podía confiar en los momentos más difíciles. Además era un auténtico manitas, tan pronto te construía un refugio en las heladas montañas como destripaba a un hereje con un giro de muñeca. Esa habilidad esa lo que habían visto en el para unirlo al grupo, era extraordinariamente imaginativo en fabricar herramientas de tortura.
Los otros integrantes eran gente con la que lo mejor era tenerlos de frente y contentos. El capitán Bertram era un hombre alto e imponente, y su mirada helaba la sangre. Llevaba años al servicio del Gran Teogonista, y parecía tener recursos y contactos ilimitados por todo el Imperio. Era un asesino implacable, y no era capaz de contar los herejes o inocentes que habían caído ante sus sospechas. Junto a él siempre estaba Thobias, un siniestro personaje tan fanático como su señor. Siempre portaba letanías y plegarias en sus ropas, y su eterna capucha ocultaba un brillo de demencia en sus ojos. El trío lo cerraba Ulric, un sacerdote guerrero que actuaba como interrogador como protector espiritual del grupo. Había sido designado por el propio Gran Teogonista, y siempre estaba dirigiendo al grupo hacia un “peligroso” objetivo, un nigromante, un hechicero renegado, brujas, herejes... a el le daba igual. Podían adornar sus actos con la fé, pero su negocio era la muerte, como cualquier otra compañía mercenaria con la que había trabajado.
Y ahí estaban, en Kislev, con el culo helado buscando a uno de los contactos de Bertram en las frías estepas del norte. Al parecer se habían encontrado con Liudmila, una exploradora de la zona que había encontrado el rastro de un tal Leovigild, o Leopold, de “Leo”, un peligroso mago oscuro y adorador de los poderes oscuros que recorría el Viejo Mundo realizando oscuros rituales. Debía de ser una de las “grandes presas” del Templo de Sigmar, ya que no estaban reparando en gastos.
Su última información le había helado la sangre, todos habían oído historias de la Ciudad de Los Condenados. La exploradora contó que sus últimos movimientos conducían a Mordheim, y hacia allí partirían al amanecer. El sueldo era bueno, tenía a sus perros, y era una cloaca como cualquier otra par morir, pero por primera vez en su larga carrera, tenía un mal presentimiento sobre este trabajo, y desde luego la tormenta y la brillante luna Morrisleb brillando a través de las nubes no era una buen presagio.